domingo, 21 de marzo de 2010

"Manolo el Nazareno"


No era la primera semana santa ni la última. Pero Manolo, como cada año había preparado junto a su madre, el traje de nazareno para salir en su cofradía. Faltaban minutos para que quedaran 3 horas. 3 largas horas y encontrarse en la calle, acompañando al Cristo de la Sed. Se movía de un lado para otro y ante el espejo se repetía:
- este año no me quito el capirote en todo el recorrido mamá.
La madre como siempre, sabe que hace mucho calor y por si acaso guardó un imperdible en el bolso lleno de bocadillos y caramelos, que difícilmente encontrará.
Manolo se está vistiendo. Primero los pantalones cortos (para que no se vean) y la camisa. Luego los calcetines, los zapatos, la túnica, el cordón, la capa.... pero,
- ¡ espera ¡ - dice su madre- que ya están al llegar tus primas y tu tío Juan. Quiero hacerte una foto.

Se van al balcón donde hace más luz y allí, justo cuando va a salir la foto, oyen silbidos desde la calle. Son ellos, por fin han llegado e irán con el nazareno hasta la hermandad. Manolo no comprende como cada año son más los que quieren ir con él, si puede irse perfectamente ya solo.
- Bueno. Ponte ahí. - dice su madre - Voy a hacerte la foto antes de que suban.
- Y Manolo le contesta: -¿Me pongo el capirote o no?
- Haz lo que quieras, pero si no te lo pones no parecerás un nazareno. Pero recógelo que se te vea la cara - le dijo ella.

Momentos después de la foto, llamaron a la puerta. Ya estaban todos. - ¡Que guapo estás! - le dijo su prima Marta. Mientras, su tío Juan le golpeaba la espalda, como queriendo comprobar lo fuerte que estaba ya aquel “hombrecito”.
Pronto partieron para la iglesia, todos con él. Como decían las reglas de la hermandad: “los nazarenos deberán ir correctamente, por el camino más corto y con el rostro tapado”. Manolo cumplió, si bien durante el camino, acoplándose como mejor podía aquél capirote de cartón, su madre y su tío se encargaron de llenar “su barriga”. No por dentro, sino por fuera, mientras su madre le decía: - ya te dije que deberías tener un delantal con bolsillos, porque no te cabe todo -. Manolo era un “supermercado ambulante”, ya que le habían dado una bolsa de caramelos, dos latas de coca-cola, una botellita de agua, un bocadillo de queso y otro de salchichón y las gominolas que tanto le gustan. Retener ese arsenal y poder llevar este año el cirio, ya que dejó el último año de salir con velitas de niño, era su misión, pero puede conseguirlo.
- Yo me voy ya - le dijo su madre a la entrada de la iglesia -, luego te buscaré por el recorrido por si quieres algo. Y si no ya sabes que en el décimo tramo va Julián, el amigo de tu padre.
Entre besos y abrazos de sus primas (incluso uno que le dio de forma equivocada una, a otro nazareno que creía era él), Manolo no tenía tiempo de tomar su agenda para recordar el sitio y nombre de aquél amigo.
Pasó el tiempo que parecía eterno y la cofradía empezó su recorrido. Unas tras otras, las calles eran recorridas por los más de dos mil hermanos que, como nuestro amigo, hacían la estación de penitencia. La verdad es que la penitencia era real, no sólo por el recogimiento que se supone en este acto, en estos días en los que Sevilla se convierte en la “Jerusalem de occidente”, sino por el enorme calor de ese día. El esfuerzo de poder continuar horas y horas acompañando a Cristo, no hacían mella en Manolo. Ya era mayor y había aguantado todo el tiempo sin levantarse el capirote. Y con más razón cuando a lo lejos, vio nuevamente a su familia.
Manolo sentía la felicidad de verlos sin ser reconocido. Sólo sus ojos podía delatarlo. Pero si los fruncía podía conseguir su objetivo.
- éste me parece que es el tramo-, dijo la madre a D. Manuel (padre de manolo), quien ya por esas horas se había unido al grupo de expedicionarios que por las calles de Sevilla buscaban a Manolo. Iban llenos nuevamente de viandas, alimentos, refrescos. Era el “control de avituallamiento” pactado. Pero Manolo observaba horrorizado que podía producirse el “desequilibrio” de esta mañana. No quería ser reconocido.
- ¡ Manolo!, ¡Manolo! -, decían en voz baja cada uno de sus familiares, investigando cada una de las miradas que salían de los capirotes negros. Y cada vez que se acercaban a uno de los nazarenos, éstos le hacían un gesto con el pulgar hacia a tras, queriendo indicar que no eran ellos y que preguntaran al siguiente.
Ellos insistieron una y otra vez: - ¡Manolo!.... ¡Manolo!-, ya cada vez más fuerte, mientras que su madre decía - ya le dije que con este calor debería llevar levantado el capirote-. Y fue su tío Juan quien llegó hasta él y le preguntó: - Manolo, ¿eres tú?- y Manolo con el mismo gesto que sus hermanos, en plena confusión, hizo el gesto con el pulgar indicando al siguiente mientras movía la cabeza.
Así, arrastrando los manjares iba su familia de un lado a otro del tramo, cuando se acordaron de Julián, el amigo del padre.
- Tal vez se haya salido un rato- dijo alguien. Ante esto su familia optó por ir al tramo de D. Julián. Manolo tuvo un respiro. Y al llegar al décimo tramo la sorpresa fue que éste era el último de Cristo. ¡Estaban delante del paso!, con la tortilla de patatas y los filetes empanados de Manolo y tampoco estaba Julián. En esos momento, D. Manuel hombre equilibrado y justo decidió en pequeño cabildo celebrado allí mismo con su mujer, “donar” los manjares a los costaleros que recibieron con júbilo la “herencia de Manolo”.
Fue minutos después, cuando volviendo sobre sus pasos, lograron dar con Manolo, pero él ya había ganado. Era mayor y calmó a su madre: - no te preocupes mamá, todavía me queda comida desde esta mañana y solo quiero que vengas un rato al lado mía-.

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